Después de la
catástrofe
Sobre el terremoto
uno aprende a afirmarse los dientes
respetando un ritmo pausado,
la misma calma que te faltó
cuando tu oreja anterior recibía los gritos
de un viejo mendigo con su saco
al hombro.
Dicen que es inteligente convivir
con los alambres que ahora
sujetan nuestra carne
y asumir que nuestra cama
chirriante está en la ensenada
de tierra desmembrada y humedad
violenta.
En un lugar que nos habitúa a
respirar entre temblor y temblor
solo nos queda estar con los
ojos abiertos, las manos con guantes de
trabajo
y las sábanas continuamente
sudadas.
Anoche, el viejo pasó
iba con un saco pequeño y
agujereado.
Cuando se iba a poner a gritar
—y ante su perplejidad—
lo obligamos a sentarse ante el
té humeante.
Debiera haber terminado ahí
pero su grito vino desde el fondo de las tazas
desde las paredes y desde las vibraciones de
nuestros alambres.
Al ver el saco en el suelo, un niño gimió desde la
última habitación
y tras los golpes de la puerta, nuestra vieja vio
a agentes del gobierno
armados.
Cerramos las puertas para terminar la once
puse más azúcar al té, para olvidar el sabor
metálico del miedo.
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