–Voy
caminando y veo a un montón de rucias vestidas de campesinas caminando en grupo,
abrazadas entre sí, con rostros aterrorizados- continúa Nicolás.
–Ufff,
papu– suspira y aprieta los ojos Hugo, exagerando el ademán de un hombre
excitado.
–Eso
es lo de menos– contesta Nicolás, serio–. Venía bajando del Liceo, mi abuela pidió
que pasara a buscarla al supermercado. En Condell me encontré a todas estas
minas. Se vestían como campesinas húngaras, alemanas, así como refugiadas de
una película de la segunda guerra mundial.
Van caminando lento, afirmadas entre ellas, como si no pudieran caminar
separadas, como asustadas de todo, como si les fuera a salir un demonio.
–¿Qué
chucha?... pero a lo mejor estaban actuando, eran actrices shuber locas en
alguna evaluación…
–No
había ninguna cámara cerca. Eran tipo seis de la tarde, la calle estaba llena
de gente. Hablaban un idioma raro, así como polaco… miraban al cielo y se
asustaban.
–¿Ya…?
–Seguí
avanzando y no las vi por un rato. Parece que después me devolví. Miro hacia la
entrada de una tienda y estaban ellas de nuevo, amontonadas en el suelo y con
las manos arriba, gritando en ese idioma al cielo, aterradas, con sus caras bien
blancas y ojos bien celestes. No me quedé mucho. Me recagué de miedo, como
cabro chico.
Encima de la casa el segundo piso está
habilitado por el dueño de la pensión como un hogar aparte, por ello no pueden
escuchar el repiqueteo de la lluvia de junio directamente sobre sus cabezas.
Nicolás intenta enfocar el oído en el eco del agua que pone a prueba, año a
año, la resistencia del techo plástico que cubre todo el patio exterior. Hugo
elije las canciones desde su celular. Desde la calle, a ratos, llegan voces,
residuos de conversaciones callejeras, gritos que desaparecen apenas rozan la
oreja de Nicolás. En aquel living desprovisto de ventanas, solo la pantalla de
los móviles que observan de vez en cuando les indica que la casa va avanzando
por la garganta de la noche desde hace unas tres horas. La conversación que los
cobija en su núcleo pareciera ser nimbada por la luz de la ampolleta, dándoles
el aire de estar lejos de cualquier otro ser, lejos de aquella avenida de cerro
Los Placeres, lejos del mal tiempo, y sin embargo, en el ojo del temporal.
Nicolás concentra la oreja en la lluvia como si discerniera entre el sonido de
cada gota, esperando en el silencio que resta entre ellas. La presencia de
truenos podría configurar la idea de un exterior que amenaza a quienes están
dentro de la casa; lamentablemente no los hay, así que por ahí va fallando la
construcción de un ambiente fantasmal.
Hugo sonríe de medio lado, mira al techo y
se toma tiempo antes de hablar. Nicolás bebe un trago largo de su lata mientras
se acomoda, dejando la cabeza en un brazo del sillón y las piernas colgando del
otro. Sus ojos grandes y los labios endurecidos parecen extraviados, estrellándose
contra cuerpos de campesinas
escandinavas perdidas en el centro de una ciudad latinoamericana. De alguna
forma se han colado en ese comedor de pensión para universitarios, ocupando
espacio entre la escasa decoración de las paredes. Pero eran unas minas raras
nomás, ensayando una obra de teatro o algo así.
–¿Cuándo
pasó?
–Hace
cuatro años, en cuarto medio.
–Igual
es muy reciente. Anda más para atrás.
–¿Para
dónde?
–Hacia
cuando eras más chico.
–Mi
infancia fue normal…
–¿Seguro?
–Pero…
¿Para qué?
–Porque
es menester.
–Okey.
Era más chico, tenía unos trece. Mi vieja ya se había ido con su pareja, así
que con mi hermana chica nos fuimos a la casa de mi abuela materna allá en Los Copihues,
Playa Ancha. Tuvo que haber sido sábado o día festivo, porque mi abuela estuvo
todo el día en la casa; generalmente trabajaba en su puesto de verduras desde
la mañana hasta la noche, de lunes a domingo. No era muy habladora ni cariñosa,
pero cuando estaba en la casa al menos no estábamos tan solos. Esa tarde ella colgaba
la ropa en el patio y nosotros jugábamos cerca. Hacía sol, parece que era
verano. Se acerca a la puerta un tipo de camisa y jeans celestes, bien sucio.
Era alto y ancho, bien tuja. Camina hasta la reja y se afirma de los barrotes.
Su voz nos quebró el juego y a mi abuela la dejó congelada con una blusa
colgando de sus manos. “¿Tiene mercadería y ropa?”. Mi abuela dijo que no. “Entonces
quiero ropa del cabro chico”. Sentí que sus ojos nos hurgaban, como poniéndonos
un precio. Era más grande que nosotros. De la casa del frente se asomó una comadre,
quedó ahí parada, de brazos cruzados y observando todo. “No tengo nada, joven”
contestó mi abuela. El hombre soltó los barrotes y se fue. La vecina se acercó
y le dijo a mi abuela que tenía que ser más cuidadosa, que si ella no hubiese
salido el tipo habría entrado a la fuerza para dejarnos en pelotas. Solo
vivíamos tres personas. Con mi hermana dormíamos en la misma pieza, en camas
separadas. La ventana daba a la calle, hacia donde estuvo parado ese tipo; no
tenía barrotes u otra protección. Cuando entrara por ella, lo primero que iba a
tentarlo era un Pentium bien roñoso,
al que siempre iba refaccionando cuando me ganaba sus lucas ayudando a mi
abuela. Antes de apagar la luz escondí un bate en las frazadas sin que mi hermana
me viera. Mis ojos estuvieron pegados al vidrio toda la noche mientras apretaba
el mango. Juré que si ese gallo abría la ventana, le daría duro hasta que no
pudiera levantarse. Estuve un par de noches así. Después de un tiempo, el bate
lo dejaba fuera de la cama, pero cerca. Iba al colegio a puro dormir.
El estómago de la noche iba hinchándose de
agua. Hugo estaba tranquilo, deslizándose en medio del eco de la lluvia y sin
perder de vista las palabras de Nicolás. Este ahora estaba sentado con las
manos entrecruzadas, nerviosas, como si de un momento a otro el agua fuera a
filtrarse por debajo de la puerta principal, poco a poco, subiendo desde sus
rodillas al cuello. La casa se inundaría de agua oscura y ellos no tendrían más
alternativa que salir a la calle y ser abrazados por la extraña ternura del
frío. Pero no, el eco de la lluvia parece un animal, un omnívoro que merodeaba
a lo lejos, acompañado de voces lejanas que apenas se escuchan.
–Al
tiempo me enteré que mi hermana siempre había sabido lo del bate. No faltó que
contara la talla en una reunión familiar.
–Bueno,
eras re chico. No veo lo malo en querer defender a tu familia. Es decir, sí eres
capaz de preocuparte por el otro ¿viste?
–¿Tú
de verdad crees eso?
–Claro.
No eres el sujeto más dadivoso, pero no eres un tipo malo.
–¿Viste?
¡Eso me da rabia! ¡No te he dado motivos para que seas tan bacán conmigo!- levanta
la voz Nicolás.
–Las
cosas pasan y ya, sería. El mundo es un absurdo. Un azar. No hay sincronía con
nada. Todo lo que ha ocurrido en tu vida es un accidente del que tú puedes ir
sacando las experiencias más útiles.
–No
creo en ninguna pseudociencia, aunque a veces, siento que estoy dentro de algo más.
Ambos
se llevaron la lata a la boca al mismo tiempo.
–Pasando
a temas más terrenales: ¿Cómo te fui con la Mirna? – consulta Hugo.
–Nicolás
responde subiendo y bajando los hombros. La mirada de Hugo es firme.
–¿No
te pescó? – pregunta
nuevamente. La mirada de Nicolás vaga por toda el área que abarca el fulgor de
la ampolleta.
–Salimos,
caminamos, nos tomamos un helado y después la dejé en la micro.
–¿Salió
algo? ¿Te la jugaste?
–Me
costó caleta sacarle conversa.
–¿Te
la jugaste?
–Dijo
que volviéramos a salir, aunque no creo que me vuelva a pescar.
–¿Por
qué?
–Porque
yo creo que no le interesé.
–Voh,
dale.
–Ya
me da lo mismo.
–¿De
verdad te da lo mismo?
–Sí.
–¿Hace
cuánto que estás muerto, Nico?
–Bueno,
para la próxima haré la “Gran Hugo”: poner oreja a los problemas emocionales de
todo el mundo, y sobre todo a los de las mujeres, para ver si alguna minita con
la guardia baja se me enamora -dice Nicolás en tono jocoso.
–¡Sáaale
de acá, rufián! – responde
Hugo, con cualquier indicio de molestia anestesiado por la risa. – Yo no ando vendiéndole la pomada a
nadie. Cada uno es dueño de sus acciones.
–Ahora,
hablemos de las trancas emocionales del Hugo ¿Por qué tanto interés en escuchar
a los demás? ¿A quién quiere en realidad salvar?
–Paso,
gracias.
–Ya
po, cochino, no te hagas…
Por un rato las palabras se ahogan en el
eco de la lluvia. Las voces que venían de lejos ya no se oyen. El interior de
la casa es tibio. Recuerda que las risas junto a su hermana y unos pocos amigos
del barrio transcurrían en el mismo ritmo ya fueran tardes lluviosas, de viento
o soleadas. Recuerda también que la última vez que fue a ver a su viejo a la
peni, el día estaba hermoso. El sol iluminaba fuerte la piel muerta del papá, grisácea
de encierro, salvajismo y locura. Era un día bello. Nunca más quiso volver para
allá.
–¿Has
tenido amigas? – consulta Nicolás.
–
Claro…
–Pero
amigas ¿“amigas”? o en verdad amigas.
–Pocas,
¿por?
–Por
saber.
–En
mi carrera casi todos tienen la intención de ser profes de historia feministas,
marxistas, aunque la verdad es que la mayoría anda a la que salta la liebre ¿Y
tú?
–En
las carreras de informática prácticamente no van minas. Casi no existen.
Un grito lejano los hace aterrizar en el
cuero de los sillones. Es un grito sin carácter definido, que atraviesa cuadras
y cuadras de agua para dar en las orejas tibias de ambos jóvenes. Por segundos,
el alarido deja un hueco profundo y ancho en las paredes de lluvia. Se viste
con las ropas de alguien que ya no
solo late en el fondo del recuerdo, o del instinto, sino que ahora está allí,
con su palpitar fresco a las puertas de la casa, despertando a un tótem
primitivo y extraño en el interior de cada uno. Luego, el grito asoma la cabeza
entre ola y ola para hundirse definitivamente en el cuerpo del aguacero.
Hugo
se levanta del sillón.
–¿Qué
vas a hacer? – le pregunta Nicolás.
–Ver
qué pasa…
–Llamemos
al dueño mejor.
–¿Y
por qué? –.
–Bueno…
porque estamos curados y porque afuera está lloviendo fuerte. Y porque llevamos
un puro mes en esta casa. No cachamos cómo son los locos de por acá.
–Puedo
ir solo.
–Espera.
Un grito más, solo uno más, y salimos…
Agudizan el oído. El sonido del temporal
se ha convertido en una nueva propuesta de silencio, de noche. Ambos sonríen
ante el lapsus. Nicolás comenta que podrían ser personajes de una historia de
terror, Hugo bromea con que si ello fuese así, sería una historia de terror con
bajo presupuesto, ya que no hay ni truenos ni relámpagos. Deciden ir a dormir.
Recogen las latas y dejan todo lo más limpio que pueden. Apretón de manos, chao.
Las dos habitaciones están una al lado de la otra. El primero en encerrarse es
Nicolás.
El grito recorre, como una caricia familiar,
el rostro de Nicolás. Abre los ojos. La lluvia no amaina. El grito ahora está en
una calle cercana. El celular indica que son las cuatro de la mañana, solo han
pasado dos horas desde que se acostó. Ahora lo escucha fuera de la puerta de la
casa. Se levanta rápido, aprieta el botón de la luz, no prende. A tientas se
viste. Sale el comedor, la luz eléctrica tampoco responde allí. Ahora se ha
transformado en un llanto. No logra definir si es de hombre o mujer. Golpea la
puerta de Hugo. Vuelve a golpear, no responde. El llanto susurra su nombre. Es
una voz vieja y familiar. Se acerca. La hoja de madera lo separa de ella, del
frío y de la lluvia. Intenta llamar a Hugo, no le sale la voz. Camina hacia la
puerta, gira el pomo. La lluvia penetra en la casa y humedece sus pies.