miércoles, 18 de febrero de 2015

Después de la catástrofe


Sobre los terremotos
se acostumbra a afirmar los dientes
levantando la casa devastada con capas de pintura
con la ensayada calma que le faltó a mi vieja
un día de su juventud
cuando  recibió los gritos
de un desconocido, que en el masticar sin pausas
del alimento de rostro demacrado y sin memoria
demostraba su instrucción en la insalubre cocina de la persuasión.

Los gritos en mi oreja susurraban:
 es inteligente aprender a convivir con los alambres que sujetan la carne
acostumbrarse  a que nuestras camas están en la ensenada
de tierra desmembrada y humedad violenta.
En un lugar que nos habitúa a respirar entre temblor y temblor
solo te queda estar con los ojos ciegos,  la brocha resignada
y las sábanas llorosas y dopadas después del horror.

Anoche, el desconocido apareció, acabado
mordiendo con sus encías la luz acusadora de los faroles
Sus despojos quedaron al descubierto
lo invitamos a sentarse ante el té humeante
el tópico era decir que cada amanecer tapizaba al anterior
pero los amaneceres rebotan unos con otros:
 su grito reaccionario vino desde el fondo de las tazas,
detrás de la pintura reciente en las paredes
 desde las vibraciones de nuestros alambres.
Una niña gimió desde la última habitación
 tras los golpes de la puerta, nuestra vieja creyó ver
 fantasmas de agentes del gobierno en sus años mozos.

Los temblores descascaran la pintura permanente
se mezclaron con el cemento silencioso
en la estructura de las ciudades latinoamericanas.











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