jueves, 25 de julio de 2019

Mis ojos estuvieron pegados al vidrio toda la noche


–Voy caminando y veo a un montón de rucias vestidas de campesinas caminando en grupo, abrazadas entre sí, con rostros aterrorizados- continúa Nicolás.
–Ufff, papu– suspira y aprieta los ojos Hugo, exagerando el ademán de un hombre excitado.
–Eso es lo de menos– contesta Nicolás, serio–. Venía bajando del Liceo, mi abuela pidió que pasara a buscarla al supermercado. En Condell me encontré a todas estas minas. Se vestían como campesinas húngaras, alemanas, así como refugiadas de una película de la segunda guerra mundial.  Van caminando lento, afirmadas entre ellas, como si no pudieran caminar separadas, como asustadas de todo, como si les fuera a salir un demonio.
–¿Qué chucha?... pero a lo mejor estaban actuando, eran actrices shuber locas en alguna evaluación…
–No había ninguna cámara cerca. Eran tipo seis de la tarde, la calle estaba llena de gente. Hablaban un idioma raro, así como polaco… miraban al cielo y se asustaban.
–¿Ya…?
–Seguí avanzando y no las vi por un rato. Parece que después me devolví. Miro hacia la entrada de una tienda y estaban ellas de nuevo, amontonadas en el suelo y con las manos arriba, gritando en ese idioma al cielo, aterradas, con sus caras bien blancas y ojos bien celestes. No me quedé mucho. Me recagué de miedo, como cabro chico.

Encima de la casa el segundo piso está habilitado por el dueño de la pensión como un hogar aparte, por ello no pueden escuchar el repiqueteo de la lluvia de junio directamente sobre sus cabezas. Nicolás intenta enfocar el oído en el eco del agua que pone a prueba, año a año, la resistencia del techo plástico que cubre todo el patio exterior. Hugo elije las canciones desde su celular. Desde la calle, a ratos, llegan voces, residuos de conversaciones callejeras, gritos que desaparecen apenas rozan la oreja de Nicolás. En aquel living desprovisto de ventanas, solo la pantalla de los móviles que observan de vez en cuando les indica que la casa va avanzando por la garganta de la noche desde hace unas tres horas. La conversación que los cobija en su núcleo pareciera ser nimbada por la luz de la ampolleta, dándoles el aire de estar lejos de cualquier otro ser, lejos de aquella avenida de cerro Los Placeres, lejos del mal tiempo, y sin embargo, en el ojo del temporal. Nicolás concentra la oreja en la lluvia como si discerniera entre el sonido de cada gota, esperando en el silencio que resta entre ellas. La presencia de truenos podría configurar la idea de un exterior que amenaza a quienes están dentro de la casa; lamentablemente no los hay, así que por ahí va fallando la construcción de un ambiente fantasmal.

Hugo sonríe de medio lado, mira al techo y se toma tiempo antes de hablar. Nicolás bebe un trago largo de su lata mientras se acomoda, dejando la cabeza en un brazo del sillón y las piernas colgando del otro. Sus ojos grandes y los labios endurecidos parecen extraviados, estrellándose contra  cuerpos de campesinas escandinavas perdidas en el centro de una ciudad latinoamericana. De alguna forma se han colado en ese comedor de pensión para universitarios, ocupando espacio entre la escasa decoración de las paredes. Pero eran unas minas raras nomás, ensayando una obra de teatro o algo así.

–¿Cuándo pasó?
–Hace cuatro años, en cuarto medio.
–Igual es muy reciente. Anda más para atrás.
–¿Para dónde?
–Hacia cuando eras más chico.
–Mi infancia fue normal…
–¿Seguro?
–Pero… ¿Para qué?
–Porque es menester.
–Okey. Era más chico, tenía unos trece. Mi vieja ya se había ido con su pareja, así que con mi hermana chica nos fuimos a la casa de mi abuela materna allá en Los Copihues, Playa Ancha. Tuvo que haber sido sábado o día festivo, porque mi abuela estuvo todo el día en la casa; generalmente trabajaba en su puesto de verduras desde la mañana hasta la noche, de lunes a domingo. No era muy habladora ni cariñosa, pero cuando estaba en la casa al menos no estábamos tan solos. Esa tarde ella colgaba la ropa en el patio y nosotros jugábamos cerca. Hacía sol, parece que era verano. Se acerca a la puerta un tipo de camisa y jeans celestes, bien sucio. Era alto y ancho, bien tuja. Camina hasta la reja y se afirma de los barrotes. Su voz nos quebró el juego y a mi abuela la dejó congelada con una blusa colgando de sus manos. “¿Tiene mercadería y ropa?”. Mi abuela dijo que no. “Entonces quiero ropa del cabro chico”. Sentí que sus ojos nos hurgaban, como poniéndonos un precio. Era más grande que nosotros. De la casa del frente se asomó una comadre, quedó ahí parada, de brazos cruzados y observando todo. “No tengo nada, joven” contestó mi abuela. El hombre soltó los barrotes y se fue. La vecina se acercó y le dijo a mi abuela que tenía que ser más cuidadosa, que si ella no hubiese salido el tipo habría entrado a la fuerza para dejarnos en pelotas. Solo vivíamos tres personas. Con mi hermana dormíamos en la misma pieza, en camas separadas. La ventana daba a la calle, hacia donde estuvo parado ese tipo; no tenía barrotes u otra protección. Cuando entrara por ella, lo primero que iba a tentarlo era un Pentium bien roñoso, al que siempre iba refaccionando cuando me ganaba sus lucas ayudando a mi abuela. Antes de apagar la luz escondí un bate en las frazadas sin que mi hermana me viera. Mis ojos estuvieron pegados al vidrio toda la noche mientras apretaba el mango. Juré que si ese gallo abría la ventana, le daría duro hasta que no pudiera levantarse. Estuve un par de noches así. Después de un tiempo, el bate lo dejaba fuera de la cama, pero cerca. Iba al colegio a puro dormir.

El estómago de la noche iba hinchándose de agua. Hugo estaba tranquilo, deslizándose en medio del eco de la lluvia y sin perder de vista las palabras de Nicolás. Este ahora estaba sentado con las manos entrecruzadas, nerviosas, como si de un momento a otro el agua fuera a filtrarse por debajo de la puerta principal, poco a poco, subiendo desde sus rodillas al cuello. La casa se inundaría de agua oscura y ellos no tendrían más alternativa que salir a la calle y ser abrazados por la extraña ternura del frío. Pero no, el eco de la lluvia parece un animal, un omnívoro que merodeaba a lo lejos, acompañado de voces lejanas que apenas se escuchan.

–Al tiempo me enteré que mi hermana siempre había sabido lo del bate. No faltó que contara la talla en una reunión familiar.
–Bueno, eras re chico. No veo lo malo en querer defender a tu familia. Es decir, sí eres capaz de preocuparte por el otro ¿viste?
–¿Tú de verdad crees eso?
–Claro. No eres el sujeto más dadivoso, pero no eres un tipo malo.
–¿Viste? ¡Eso me da rabia! ¡No te he dado motivos para que seas tan bacán conmigo!- levanta la voz Nicolás.
–Las cosas pasan y ya, sería. El mundo es un absurdo. Un azar. No hay sincronía con nada. Todo lo que ha ocurrido en tu vida es un accidente del que tú puedes ir sacando las experiencias más útiles.
–No creo en ninguna pseudociencia, aunque a veces, siento que estoy dentro de algo más.
Ambos se llevaron la lata a la boca al mismo tiempo.
–Pasando a temas más terrenales: ¿Cómo te fui con la Mirna? – consulta Hugo.
–Nicolás responde subiendo y bajando los hombros. La mirada de Hugo es firme.
–¿No te pescó? – pregunta nuevamente. La mirada de Nicolás vaga por toda el área que abarca el fulgor de la ampolleta.
–Salimos, caminamos, nos tomamos un helado y después la dejé en la micro.
–¿Salió algo? ¿Te la jugaste?
–Me costó caleta sacarle conversa.
–¿Te la jugaste?
–Dijo que volviéramos a salir, aunque no creo que me vuelva a pescar.
–¿Por qué?
–Porque yo creo que no le interesé.
–Voh, dale.
–Ya me da lo mismo.
–¿De verdad te da lo mismo?
–Sí.
–¿Hace cuánto que estás muerto, Nico?
–Bueno, para la próxima haré la “Gran Hugo”: poner oreja a los problemas emocionales de todo el mundo, y sobre todo a los de las mujeres, para ver si alguna minita con la guardia baja se me enamora -dice Nicolás en tono jocoso.
–¡Sáaale de acá, rufián! – responde Hugo, con cualquier indicio de molestia anestesiado por la risa. – Yo no ando vendiéndole la pomada a nadie. Cada uno es dueño de sus acciones.
–Ahora, hablemos de las trancas emocionales del Hugo ¿Por qué tanto interés en escuchar a los demás? ¿A quién quiere en realidad salvar?
–Paso, gracias.
–Ya po, cochino, no te hagas…

Por un rato las palabras se ahogan en el eco de la lluvia. Las voces que venían de lejos ya no se oyen. El interior de la casa es tibio. Recuerda que las risas junto a su hermana y unos pocos amigos del barrio transcurrían en el mismo ritmo ya fueran tardes lluviosas, de viento o soleadas. Recuerda también que la última vez que fue a ver a su viejo a la peni, el día estaba hermoso. El sol iluminaba fuerte la piel muerta del papá, grisácea de encierro, salvajismo y locura. Era un día bello. Nunca más quiso volver para allá.

–¿Has tenido amigas? – consulta Nicolás.
– Claro…
–Pero amigas ¿“amigas”? o en verdad amigas.
–Pocas, ¿por?
–Por saber.
–En mi carrera casi todos tienen la intención de ser profes de historia feministas, marxistas, aunque la verdad es que la mayoría anda a la que salta la liebre ¿Y tú?
–En las carreras de informática prácticamente no van minas. Casi no existen.

Un grito lejano los hace aterrizar en el cuero de los sillones. Es un grito sin carácter definido, que atraviesa cuadras y cuadras de agua para dar en las orejas tibias de ambos jóvenes. Por segundos, el alarido deja un hueco profundo y ancho en las paredes de lluvia. Se viste con las ropas de alguien que ya no solo late en el fondo del recuerdo, o del instinto, sino que ahora está allí, con su palpitar fresco a las puertas de la casa, despertando a un tótem primitivo y extraño en el interior de cada uno. Luego, el grito asoma la cabeza entre ola y ola para hundirse definitivamente en el cuerpo del aguacero.

Hugo se levanta del sillón.

–¿Qué vas a hacer? – le pregunta Nicolás.
–Ver qué pasa…
–Llamemos al dueño mejor.
–¿Y por qué? –.
–Bueno… porque estamos curados y porque afuera está lloviendo fuerte. Y porque llevamos un puro mes en esta casa. No cachamos cómo son los locos de por acá.
–Puedo ir solo.
–Espera. Un grito más, solo uno más, y salimos…

Agudizan el oído. El sonido del temporal se ha convertido en una nueva propuesta de silencio, de noche. Ambos sonríen ante el lapsus. Nicolás comenta que podrían ser personajes de una historia de terror, Hugo bromea con que si ello fuese así, sería una historia de terror con bajo presupuesto, ya que no hay ni truenos ni relámpagos. Deciden ir a dormir. Recogen las latas y dejan todo lo más limpio que pueden. Apretón de manos, chao. Las dos habitaciones están una al lado de la otra. El primero en encerrarse es Nicolás.


El grito recorre, como una caricia familiar, el rostro de Nicolás. Abre los ojos. La lluvia no amaina. El grito ahora está en una calle cercana. El celular indica que son las cuatro de la mañana, solo han pasado dos horas desde que se acostó. Ahora lo escucha fuera de la puerta de la casa. Se levanta rápido, aprieta el botón de la luz, no prende. A tientas se viste. Sale el comedor, la luz eléctrica tampoco responde allí. Ahora se ha transformado en un llanto. No logra definir si es de hombre o mujer. Golpea la puerta de Hugo. Vuelve a golpear, no responde. El llanto susurra su nombre. Es una voz vieja y familiar. Se acerca. La hoja de madera lo separa de ella, del frío y de la lluvia. Intenta llamar a Hugo, no le sale la voz. Camina hacia la puerta, gira el pomo. La lluvia penetra en la casa y humedece sus pies.